viernes, 20 de marzo de 2009

Notas sobre la demencia


Nota sobre la demencia
Odio viajar, siempre he sido una persona de vida sedentaria: me gusta muchísmo enraizarme en casa y sentir cómo trancurren las horas con tranquilidad. Sin embargo, hay momentos en que el moverme lejos de mi casa me resulta una necesidad; es más bien una obsesión que adquire la forma de una huída sin motivo palpable. En realidad, es mi miedo a la muerte la que me hace correr lejos de mi casa.
A veces, cuando estoy bien acomodado en el sofá, viendo la televisión, leyendo o simplemente observando las criaturas que habitan mi jardín, me siento transido de una sensación inquieta de peligro, lo que, por otra parte, odio todavía más que tener que desplazarme. Bueno, no es que lo odie, es que me da un miedo terrible. Me aterroriza sentir el frufú de la túnica de la parca en mis espaldas, la mano huesuda y lúgubre en mi nuca esperando el siguiente movimiento de mi ser para despacharme hacia ultratumba.
Esta percepción me abruma desde hace unos años. Se lo he contado a pocas personas y la mayoría ha coincido en señalar que mi fobia es un resultado extraño de mis muchos años. Pero no es cierto, siempre he temido a la muerte, y cuando en mis años mozos me dedicaba a estudiar artes plásticas, empavorecía al ver las pinturas demoníacas del Medievo o algunos cuadros barrocos. Tenía especial miedo a los obras de Caravaggio. Desde que tengo uso de razón el fin de mis días se me antoja tenebroso, apabullante, sobrecogedor; no obstante jamás la he sentido tan cerca, y es por eso que desde hace algún tiempo, cuando me siento amenazado por la muerte, me pongo en marcha.
Sé que es inútil temer a algo tan natural como la muerte. Lo sé, pero es que el más allá me provoca náuseas: estoy tan bien aquí que ni siquiera las halagüeñas enseñanzas de Epicuro me tranquilizan, como tampoco me mueven a la estoica serenidad las ideas que predicaba Séneca. No lo sé. En cualquier caso, me gustaría hablar en estas pequeñas memorias de lo que me pasó la última vez que me sobrevino la necesidad a la que me he referido anteriormente.
Una noche me entretenía leyendo “O evangelho segundo Jesus Cristo”. El calor apretaba fuerte, apenas podía respirar entre las antiguas paredes del dormitorio, que es viejo como el tiempo mismo. El ventilador se afanaba en refrescar la estancia, empujado, me parecía a mí, por mis vehementes apremios. Se paró una o dos veces, exhausto, pero parecía sensato, y para no oírme, se daba prisa en reanudar su tarea, que, por otra parte, es aún más triste y monótona que mi vida. La existencia de mi ventilador es algo que hasta a mí me producía lástima y eso que soy muy poco misericordioso, incluso con mis allegados. Sin embargo, él sabía tan bien como yo, que, en verdad, había un aprecio mutuo entre nosotros, pues yo le dejaba descansar todo el año y sólo solicitaba sus servicios en los días más apurados. Todavía hoy echo de menos a mi ventilador, que hace ya algún tiempo que me dejó. Creo que se suicidó, aunque nadie se ha atrevido a mencionar siquiera las causas de su fallecimiento. Probablemente, su muerte sea una de los misterios que jamás pueda desentrañar, si bien es cierto que hay veces en las que pienso, y me avergüenzo por el atrevimiento, que se fue sólo para joderme, con perdón. De todas formas, cuando él me abandonó, María, la señora que limpia en casa, me regaló uno, más moderno y joven. Ahí está, girando sin problemas, con el ímpetu de lo nuevo. ¡Cuánto le envidio!
Como decía, me abrasaba en mi habitación. Después de estar leyendo varias horas las ocurrencias de José Saramago, mi atención se dispersó a la francesa, y comencé a divagar. A mi cabeza convergieron miles de ideas y preocupaciones, problemas minúsculos que al ser destilados en mi imaginación funesta se convertían en precipicios tan profundos que me parecían insalvables: las facturas, la niña que tiene que ir a la universidad, mi mujer en su lecho de muerte, los niños de los vecinos aporreando la puerta, los rojos aporreando la puerta, Franco y sus ideas macabras. Afloraron en mi mente tantas cábalas que al final me colapsé. Empecé a temblar y un sudor frío me recorrió la espalda, y de nuevo esa sensación agustiosa: el bochorno de la noche veraniega se convirtió en un frío mortal, mi cuerpo se puso rígido, todos los pelos de mi cabeza hirsuta se erizaron semejando un bosque quemado, el aire parecía escarcha afilada que penetraba sin trámites en mis pulmones agujereando mis entrañas despiadamente. Al abrir los ojos, no sin gran esfuerzo, lo vi, justamente ahí, enfrente de mis ojos, tal y como tengo ahora mismo el folio ajado sobre el que escribo, mirándome atemporalmente. La muerte estaba ante mis narices esgrimiendo una expresión paralizadora, acercaba sus gélidas manos y parecía querer tocar mi pecho. Se aproximaba inexorablemente, con una especie de mueca que recuerda forzosamente a los icerbergs de la Antártida, solitarios, amenazantes sobre todos los objetos... Intenté calmarme, pero fue en vano: todo mi miedo se concentró entre mis cejas y fue eso, y no otra cosa, lo que me impulsó a sobreponerme y gritar con todas mis fuerzas. Mi alarido fue tal que hasta la parca se estremeció y se vio obligada a recular. Conseguí ponerme en pie. Auné todas las agallas con las que pude contar y me dispuse a huír de ahí. Dejé a la muerte junto a la cómoda, cuidando de no rozarla y me salí hacia el pasillo. Al echar un último vistazo a mi habitación, me percaté de que mi verdugo estaba tan petrificado como yo lo estaba hacía un momento y hasta el ventilador nuevo y vigoroso se mecía leve y trémulamente, asustado quizá por todo lo que había presenciado. A pesar del miedo que tenía, fui capaz de sentir lástima por mi ventilador. “¡Pobrecito, lo que tienen que pasar algunos por estar conmigo!”. Al momento, me olvidé de todo aquello y me metí en el coche, un Hyunday Accent que me había regalado mi hija hacía unos años. Era un vehículo precioso, pero pecaba de soberbia y entre sus defectos estaba la zalamería y la desobediencia. En fin, mi hija lo escogió con buenas intenciones, y ¡qué targeta tan bonita que me escribió! “Gracias, papá, por todo lo que me has dado”. Como si pagar una carrera fuera algo del otro mundo, que es lo mínimo que un padre puede hacer por su niña.
En fin, al subirme al coche noté de nuevo el bochorno de las noches del interior. Nada más entrar, avisé al pordiosero del Hyunday de que si aquella noche se portaba mal, amanecería en el desguace. Mis amenazas surtieron efecto, porque al segundo ya estaba en marcha. Miré el reloj del coche: eran las dos. Luego me acordé de que andaba averiado y daba la hora adelantada, con lo cual era aún más temprano. En poco minutos salí a la autovía y uno a uno los carteles que anunciaban los pueblos salieron a mi encuentro: Algarrobo, Vélez-Málaga, Rincón de la Victoria, etc. Reflexioné durante unos segundos y llegué a la conclusión de que si la muerte quería hallarme, podría hacerlo en cualquiera de estos pueblos adonde había huído en otras ocasiones. Lo pensé bien, y no me cupo la menor duda de que ella saldría de su estupor, si no lo había hecho ya, y me seguiría hasta encontrarme. Por eso, iba a doscientos km/h, porque sabía que si la muerte era tan vieja como se suponía, ya que se sabe que desde que se sabe hay gente que fallece, entonces no podría alcanzarme con los medios tan obsoletos con los que fue diseñada. Era sencillo para mí en aquel momento, pero ahora mismo me pregunto lo siguiente: si los hombres llegaron a este mundo mucho más tarde, ¿cómo es que la muerte no tiene una tecnología más avanzada que la nuestra? O lo que es más, ¿cómo es que no se ha ido renovando el vestuario y sus medios de transporte? Es lógico que lo haga y que deje de andar por ahí asustando a la gente vestida con esa túnica añeja y ajada y esas manos tan frías y huesudas. Si los hombres hemos sido capaces de descubrir partes del genoma, ¿por qué la muerte, que es vieja, y por consiguiente sabe tanto o más que el diablo, no ha hecho un cambio de imagen o una renovación de su set de trabajo para despempeñar apropiadamente una función tan importante como regular la demografía? En realidad, pensándolo mejor, es preferible que no lo haga, sino hubiera descubierto la manera de cazarme fácilmente.
En menos de una hora, atravesaba las calles de Málaga, un lugar, por cierto, en el que me había ocultado demasiadas veces. Llegado ya a ese punto, me sentía mucho mejor: más tranquilo y despejado. Decidí seguir hasta la autovía que llevaba a Granada. Hacía muchos años que no me acercaba a esta ciudad y conforme me ponía en dirección a ella me asaltaban impresiones hostiles y grotescas del paisaje que apenas estaba iluminado por la luna menguante. Cerré una o dos veces los ojos, el sueño me sitiaba desde los cuatro costados de mi ser, pero no podía dormir, no. Significaría el fin de mis días, precisamente lo que estaba evitando haciendo lo que más odiaba hacer, alejarme de mi casa. Este pensamiento me espabiló como si lo que pasa de neurona en neurona, dentro de mi cabeza, fuera cafeína. Aceleré un poco para que las vistas de mis costados se desvanecieran como la gasolina que alimentaba mi coche, que se quejaba por los repentinos cambios de velocidad, incluso llegó a temblar, si bien apenas tuve que dirigirle unas palabras para que se callara.
Dejé atrás Loja, y ya me indicaban los carteles que Granada estaba muy próxima. De repente, se me ocurrió una idea decabellada: ¿por qué no empezar de nuevo en Granada?. Poco a poco, el plan tomaba forma en mi cabeza. De pronto, me vi, con otro nombre en la ciudad de los nazaríes, viviendo en calma. Sí, para mí tenía sentido y cuanto más lo pensaba, más lógica iba adquiriendo la idea. Pues pensé: ¿dónde mejor que en Granada, una ciudad tranquila, podría encontrar una vida sosegada y cómoda? Trabajaría ahí, en algún despacho, o mejor daría clases de Filosofía, que es mi especialidad. Podría incluso casarme de nuevo y empezar otra etapa, cambiar de aires. Sí, ir a la facultad a enseñar y después dejarme caer en el sofá toda la tarde charlando con mi esposa y agasajado por mis tres hijos. ¿por qué no? Podría veranear en Málaga en caso de que lo echara de menos. No, eso no, la muerte podría presentarse en cualquier momento y espiarme hasta rastrear mi casa de Granada. En fin, mi mente iba hilvanando, uno tras otro, los entresijos de mi plan repentino hasta que mi ocurrencia se me reveló como una resolución acertada.
Al llegar a Granada, todo me era familiar, las calles, las casa, hasta había gente cuyas caras me sonaban. No diré que vi a mi mujer con certeza, pero al cruzar una de las calles en dirección a una avenida más o menos ancha, me pareció verla. Deseheché la idea, pues como ya he dicho, mi mujer agoniza en el hospital.
Me adentré en el Zaydin, o al menos eso ponía en las señales y de repente me paré en una de las calles amplias que hay en ese barrio. El día empezaba a asomarse entre las nubes plateadas, era hora de tomar el café y de comenzar a vivir el nuevo ciclo de mi vida. Me dirigí a la primera cafetería que vi. Las pocas personas que pululaban por ahí parecían extrañadas de mi presencia. “Tenéis que acostumbraros”, musité apenas. “Esta es mi casa ahora”. Al entrar en el bar, me di cuenta de que iba en pijama. Me golpeé la frente reprobándome a mí mismo. Y fue a continuación que me sucedió lo más curioso de esta parte de mi vida:
Mientras me colocaba junto a la barra, me di cuenta de que en el lado opuesto de la misma, casualmente estaba María, la que me limpiaba la casa y que, por cierto, hacía algún tiempo que no veía. Apenas pude reconocerla con la cabeza ladeada. “María” grité lleno de júbilo. Ella me lanzó una mirada de incredulidad que me hizo recular y escasamente dijo “Papá, ¿qué haces aquí?”. No es curioso cómo se apodera la demencia a veces de la gente, y de la que uno menos se lo espera. De cualquier ser que habita este mundo me habría imaginado cosas peores, pero no se me habría ocurrido pensar que ese delirio habitara en el mismo plano que María, que parece tan normal. Ahora viene a casa casi siempre: es tan buena.

2 comentarios:

José Rusada dijo...

Ay, a veces me pregunto si no estaré loco...

Javier Güell dijo...

Esa pregunta nos la hacemos todos a menudo, más de lo que imaginas...