martes, 19 de mayo de 2009

Notas sobre la obsesión. Parte 1


Los cipreses parecen estar vigilándome, ahora que he advertido sus malas artes. Yo no soy una mujer supersticiosa, pero creo profundamente que, con la muerte de mi marido, mi destino se me ha revelado claramente: mi propósito en esta vida es combatir la ignominia insidiosa de los mencionados árboles. Si no lo he logrado, al menos mi hijo está prevenido.
Cuando era joven, más joven quiero decir, pues no soy en realidad vieja ni anciana, me percaté de todo lo que rodeaba a esas existencias demoníacas. Soy una mujer de mediana edad, normal, quizá un poco más suspicaz que el resto de mis coetáneas, pero nada extraordinario, nada digno de destacar: no soy ni muy inteligente ni inusitadamente despreocupada. Bueno, pero este no es el “quid” de la cuestión, como suele decirse; el asunto es que cuando era más despreocupada por aquello de la edad, me gustaba ir a todos sitios, y en realidad antes era, en cierto modo, más ilusa y bienpensada y no se me ocurría siquiera sospechar de los peligros que me acechanban en todos los rincones de este inmenso mundo. Por lo tanto, no albergaba ningún tipo de resquemor en contra de los cipreses. Sin embargo, a lo largo de mi vida, he aprendido a temer a estos seres taimados, pues con ellos se relacionan los sucesos más funestos de mi existencia.
A los doces años, murió mi padre. Jamás me dijeron por qué razón mi padre falleció, mas lo descubrí cuando crecí un poco y tuve acceso a las hemerotecas municipales. En realidad, mi padre, respetado como ninguno, había perecido en un accidente de tráfico ocasionado por la maldad ingentente de unos cipreses que se le cruzaron cuando circulaba a una velocidad “ mayor que la permitida en centro poblacionales” (según cuenta el periódico local), pero está clarísima la causa verdadera del siniestro: la maldad de los árboles. Usted puede pensar que es casualidad el que mi padre se estrellara fatalmente con un ciprés, ya que es el árbol característico de mi pueblo, pero yo prefiero creer en la causalidad: es más lógico este tipo de razonamiento, al menos en mi opinión, porque ya he dicho que huyo de las supersticiones como el gato del agua. Usted creerá que se trata de una obsesión, y yo, en este caso, le daré la razón: hay obsesiones que se hallan más cerca de la realidad, que no el escepticismo incoherente de muchas personas a las que les he enumerado los motivos por los cuales me he declarado en guerra contra estos seres endemoniadamente arteros, llenos de un verdor que se me antoja siniestro. ¿Ha visitado usted el cementerio municipal? Fíjese en que los cipreses que rodean el campo santo absorben la luminosidad y la vida que nos trae el sol con sus brillos divinos. Y creo firmemente en lo que digo, pues no estoy sola en este planteamiento: uno debe fiarse de sus sentidos, ya que son los medios que nos conectan con nuestro entorno; que eso no lo digo yo, eso lo dicen más de un filósofo, y dos y tres... Allá usted con su parecer, que yo tengo el mío.
Sea como fuere, los cipreses estuvieron ahí. Algunos vecinos testigos del accidente y a los que he contado algunas conclusiones de mis pesquisas me han llegado a corroborar que “los cipreses parecieron brotar de la nada a causa de la fuerte intensidad del resplandor del sol”; y esta es una cita textual de un muy buen amigo mío, del cual me fío sin dudar. Con lo cual, imagínese usted conduciendo con algo de prisa cuando de la nada surge un árbol infernal con intenciones envenenadas con el que se topa inexorablemente. Figúrese usted la escena: el coche colisionando estrepitosamente contra el tronco y su cuerpo saliendo despedido con una fuerza capaz de tirarlo veinte metros allende del accidente. El cuerpo de mi padre quedó tan deformado e irreconocible que una universidad cercana no quiso acogerlo para hacer experimentos científicos con él. Usted no puede hacerse una idea, pero yo sí. Pues todas las noches de mi adolescencia, me persiguió, atormentó incluso, la imagen de mi padre finalizando su estancia en este mundo de esta manera tan trágica.
El daño más mortífero, letal, insoportable... que me ha infligido la presencia soez y taimada de los cipreses, y que nunca se lo perdonaré, ni me lo perdonaré, es el haberme arrebatado a mi esposo. Yo conducía en aquella ocasión: velocidad moderada, música alegre (The Queen), un sol lleno de júbilo y la continuidad de un vida pacífica... Eso no se espera, un accidente no se espera, aunque albergaba en lo profundo de mi ser el odio más visceral, uno no se imagina que el fatídico fin que teme se puede hacer realidad en cuestión de segundos. No sé cómo, pero de repente mi marido agonizaba atravesado por una barra de metal que se ocultaba detrás de uno de los árboles malditos. Transida de dolor al ver a mi marido alcanzado por la muerte, me juré en silencio, con las lágrimas corriendo por mi cara recién golpeada, que la vida de mi marido no sería una cosa baladí. Les declaré quedamente la guerra a mis demonios .

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